domingo, 23 de marzo de 2014

Amor y compasión, más que sentimientos



Al igual que el amor suele entenderse como un sentimiento  la compasión ha venido a ser otro habitante del Olimpo de los sentimientos, mas ya es hora de conocer, y sobre todo vivir, que el amor es actuar en bien del amado. Puede ir acompañado de sentimiento pero puede darse sin él. La madre que prepara día tras día la comida a su pequeño hijo no siente continuamente ese sentimiento llamado “amor”, mas es puro amor lo que hace pues lo encamina al bien de su retoño. 
La compasión es “padecer con”, va más allá de la empatía o para una mayor comprensión podríamos decir que la compasión es la empatía positiva hecha acto. Puede ir acompañada del sentimiento mas no es necesaria la presencia de éste para su existencia. El médico que atiende al veinteavo paciente del día posiblemente no siente, pero su acto de escuchar, comprender y aliviar al enfermo es compasión. Como humano sabe del dolor, de la enfermedad, la decrepitud o la muerte y  apresta sus servicios a ayudar al que a él, sufriente, acude.
Es necesario que distingamos sentimiento de acción pues mientras sigamos actuando sólo cuando sentimos  condenamos, cada uno de nosotros, a este mundo, a nuestros millones de congéneres, a sufrir una inacabable lista de dolores, penurias, sufrimientos, hambres, soledades…
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Nos comportamos como auténticos seres sensoriales, dominados por sensaciones y/o sentimientos, pero somos o podemos ser algo más. Podemos ser seres con conciencia grande capaces de albergar, cobijar, consolar, aliviar, alimentar…a cada uno de aquellos con los que compartimos aunque sólo sea un segundo de cruce en un ascensor. 
El ser humano con el que nos cruzamos es alguien básicamente igual a nosotros más allá de las apariencias, compartimos una misma ruta vital en un mismo espacio, en un mismo tiempo. Tenemos similares problemáticas, similares experiencias y vivencias. Las llamadas “eternas cuestiones” del hombre: amor, dolor, alegría, miedo, inseguridad, pérdida de seres queridos…se individualizan en cada uno de nosotros a tenor de nuestros entornos, como vestimentas diferentes de un mismo tejido. 
Pero no somos capaces de interiorizar esto de la misma forma que hemos interiorizado que respiramos aire. No hemos captado aún que si bien somos individuos lo somos por estar incardinados en una sola unidad llamada Humanidad. Pocos asumen, y aún menos hacen vida, la certeza de que nuestras acciones u omisiones repercuten en otros humanos a miles de km de distancia y a la inversa. Nos es necesario aumentar nuestra conciencia. 

Pero ¿cómo vamos a hacerlo si desgraciadamente y con harta frecuencia nuestra conciencia es tan diminuta que ni tan siquiera lo asumimos en el más básico núcleo familiar? Ni en el amical, ni el vecinal…
Decimos buscar la felicidad y así es, la buscamos, mas no donde corresponde pues apenas queremos ya reflexionar más allá de las cuestiones que llamamos prácticas y que en realidad deberíamos decir “materiales”. ¿Cuándo se siente más feliz una madre que cuando ve a su hijo jugar y crecer sano y alegre, sin enfermedad, sin dolor alguno? ¿Cuándo se siente más feliz un maestro que cuando ve a sus alumnos aprender y progresar alegremente? ¿Cuándo se siente más feliz un médico que cuando ha logrado curar a un enfermo?....así podría seguir indefinidamente los ejemplos y no sólo partiendo de roles o profesiones sino hasta en lo más nimio ¿Acaso no habéis experimentado la calidez en vuestro corazón cuando alguien os ha devuelto una sonrisa a la vuestra espontánea? ¿O cuando el “gracias” de un mendigo os ha acariciado el oído? ¿Qué sentisteis la última vez que ayudasteis a un anciano? ¿O el momento en que supisteis consolar a un afligido?... ¿Acaso no fue un momento de pacífica felicidad?
Y si lo fue ¿qué nos impide tenerlos a espuertas llenos?
Pienso que la respuesta es una sola aunque adopte multitud de formas, de apariencias cambiantes: el miedo. Un miedo básico a la pérdida: pérdida de estima ajena, pérdida de reconocimiento, pérdida de intimidad, pérdida de salud, perdida de belleza, pérdida , pérdida, pérdida….porque toda pérdida nos supone un dolor o sufrimiento y a esto le tenemos….horror.
Vivimos la pérdida como una muerte. Y eso nos repele y huimos mil veces de ella, sea en el plano que sea. Nos protegemos como podemos de cualquier pérdida, incluso a veces vivimos con “sordina” para no arriesgarnos a sufrir, inconscientes de que es como una suerte de suicidio camuflado pues ¿cómo llamar vida a un vivir  maniatado?

Las religiones han intentado, en mi opinión sin demasiado éxito, hacer sus propios “conjuros”, expidiendo sus propias recetas para compensar los sentimientos de pérdidas. Gentes han hallado en ellas alivio y fuerzas para proseguir una vida que algunos llamaron “valle de lágrimas”,  pero mi impresión es que eso no es vivir sino sobrevivir. Casi todas ofrecen otra vida, proclamando así, sin percatarse, su ineficacia a la hora de enseñar a vivir ésta.
 
Alguna filosofía ensayó y practica otra vía: la de matar los deseos para evitar el sufrimiento que, y siempre a mi parecer, es como matar la propia vida. Es como el refrán de mi tierra “muerto el perro se acabó la rabia”.
Mas no es eso lo que he aprendido o mejor dicho voy aprendiendo. 
Vivir es ir desnudo entre los hombres, sin protegerse de rechazos, sin cubrirse de prejuicios, sin temer heridas o golpes. Vivir es mostrarse sin dobleces, sin engaños, sin mentiras; no tapar las arrugas, las cicatrices, los lados aún imperfectos. Vivir es interactuar siempre de cara y con el corazón abierto. Es reír con el que ríe, y provocar la risa. Es llorar con el que llora, y aceptar ser visto en puro llanto. Es tender siempre las manos, ya sea para acoger o para solicitar. Es siempre tener los ojos abiertos, sin rechazar a nadie como indigno, escrutando siempre en dónde está la verdad. Muchas cosas más añadiría y quizás lo haga…si se da. 
¿De quién voy aprendiendo esto?
Sólo de Uno, Jesús, quien es un hombre que así vivió: sin miedo.
El miedo no atenazó ni su lengua, ni sus actos. Ni huyó, ni se protegió de dolor o muerte y fue tan intensa su vida que en dos mil años aún perduran y se crecen (aun en el plano latente) sus efectos.
Las gentes que poblamos el mundo en estos primeros albores del s. XXI estamos necesitados de aprender a vivir como él vivió en la auténtica libertad. Liberados del miedo que genera ansiedades, afanes, guerras, latrocinios, opresiones…Sin miedo no hay egoísmos, ni violencias, ni especulaciones, ni falsedades.

Elspeth 2011


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