Por casualidad he leído un artículo que me parece interesante, al menos gran parte de él. Es un artículo publicado en la página arciprensa.com
"Profeta es una voz griega,
y designa al que habla por otro, o sea en lugar de otro;
equivale por ende, en cierto sentido, a la voz "intérprete"
o "vocero". Pero poco importa el significado de
la voz griega; debemos recurrir a las fuentes, a la lengua
hebrea misma. En el hebreo se designa al profeta con dos
nombres muy significativos: El primero es "nabí"
que significa "extático", "inspirado",
a saber por Dios. El otro nombre es "roéh"
o "choséh" que quiere decir "el vidente",
el que ve lo que Dios le muestra en forma de visiones, ensueños,
etc., ambos nombres expresan la idea de que el profeta es
instrumento de Dios, hombre de Dios que no ha de anunciar
su propia palabra sino la que el Espíritu de Dios
le sopla e inspira.
Según I Rey. 9, 9, el
"vidente" es el precursor de los otros profetas;
y efectivamente, en la época de los patriarcas, el
proceso profético se desarrolla en forma de "visión"
e iluminación interna, mientras que más tarde,
ante todo en las "escuelas de profetas" se cultivaba
el éxtasis, señal característica de
los profetas posteriores que precisamente por eso son llamados
"nabí".
Otras denominaciones, pero
metafóricas, son: vigía, atalaya, centinela,
pastor, siervo de Dios, ángel de Dios (Is. 21, 1;
52, 8; Ez. 3, 17; Jer. 17, 16; IV Rey. 4, 25; 5, 8; Is.
20, 3; Am. 3, 7; Ag. 1, 13).
El concepto de profeta se desprende
de esos nombres. El es vidente u hombre inspirado por Dios.
De lo cual no se sigue que el predecir las cosas futuras
haya sido la única tarea del profeta; ni siquiera
la principal. Había profetas que no dejaban vaticinios
sobre el porvenir, sino que se ocupaban exclusivamente del
tiempo en que les tocaba vivir. Pero todos -y en esto estriba
su valor- eran voceros del Altísimo, portadores de
un mensaje del Señor, predicadores de penitencia,
anunciadores de los secretos de Yahvé, como lo expresa
Amós: "El Señor no hace estas cosas sin
revelar sus secretos a los profetas siervos suyos"
(3, 7). El Espíritu del Señor los arrebataba,
irrumpía sobre ellos y los empujaba a predicar aún
contra la propia voluntad (Is. cap. 6; Jer. 1, 6). Tomaba
a uno que iba detrás del ganado y le decía:
"Ve, profetiza a mi pueblo Israel" (Am. 7, 15);
sacaba a otro de detrás del arado (III Rey. 19, 19
ss.), o le colocaba sus palabras en la boca y tocaba sus
labios (Jer. 1, 9), o le daba sus palabras literalmente
a comer (Ez. 3, 3). El mensaje profético no es otra
cosa que "Palabra de Yahvé", "oráculo
de Yahvé", "carga de Yahvé",
un "así dijo el Señor". La Ley divina,
las verdades eternas, la revelación de los designios
del Señor, la gloria de Dios y de su Reino, la venida
del Mesías, la misión del pueblo de Dios entre
las naciones, he aquí los temas principales de los
profetas de Israel.
En cuanto al modo en que se
producían las profecías, hay que notar que
la luz profética no residía en el profeta
en forma permanente (II Pedro 1, 20 s.), sino a manera de
cierta pasión o impresión pasajera (Santo
Tomás). Consistía, en general, en una iluminación
interna o en visiones, a veces ocasionadas por algún
hecho presentado a los sentidos (por ejemplo, en Dan. 5,
25 por palabras escritas en la pared); en la mayoría
de los casos, empero, solamente puestas ante la vista espiritual
del profeta, por ejemplo, una olla colocada al fuego (Ez.
24, 1 ss.), los huesos secos que se cubren de piel (Ez.
37, 1 ss.); el gancho que sirve para recoger fruta (Am.
8, 1), la vara de almendro (Jer. 1, 11), los dos canastos
de higos (Jer. 24, 1 ss.), etc., símbolo todos éstos
que manifestaban la voluntad de Dios.
Pero no siempre ilustraba Dios
al profeta por medio de actos o símbolos, sino que
a menudo le iluminaba directamente por la luz sobrenatural
de tal manera que podía conocer por su inteligencia
lo que Dios quería decirle (por ejemplo, Is. 7, 14).
A veces el mismo profeta encarnaba
una profecía. Así, por ejemplo, Oseas debió
por orden de Dios casarse con una mala mujer que representaba
a Israel, simbolizando de este modo la infidelidad que el
pueblo mostraba para con Dios. Y sus tres hijos llevan nombres
que asimismo encierran una profecía: "Jezrael",
"No más misericordia", "No mi pueblo" (Os. 1).
El profeta auténtico
subraya el sentido de la profecía mediante su manera
de vivir, llevando una vida austera, un vestido áspero,
un saco de pelo con cinturón de cuero (IV Rey. 1,
8; 4, 38 ss.; Is. 20, 2; Zac. 13, 4; Mt. 3, 4), viviendo
solo y aun célibe, como Elías, Eliseo y Jeremías.
No faltaba en Israel la peste
de los falsos profetas. El profeta de Dios se distingue
del falso por la veracidad y por la fidelidad con que transmite
la Palabra del Señor. Aunque tiene que anunciar a
veces cosas duras: "cargas"; está lleno
del espíritu del Señor, de justicia y de constancia,
para decir a Jacob sus maldades y a Israel su pecado (Miq.
3, 8). El falso, al revés, se acomoda al gusto de
su auditorio, habla de "paz", es decir, anuncia
cosas agradables, y adula a la mayoría, porque esto
se paga bien. El profeta auténtico es universal,
predica a todos, hasta a los sacerdotes; el falso, en cambio,
no se atreve a decir la verdad a los poderosos, es muy nacionalista,
por lo cual no profetiza contra su propio pueblo ni lo exhorta
al arrepentimiento.
Por eso los verdaderos profetas
tenían adversarios que los perseguían y martirizaban
(véase lo que el mismo Rey Profeta dice a Dios en
el salmo 16, 4); los falsos, al contrario, se veían
rodeados de amigos, protegidos por los reyes y obsequiados
con enjundiosos regalos. Siempre será así:
el que predica los juicios de Dios, puede estar seguro de
encontrar resistencia y contradicción, mientras aquel
que predica "lo que gusta a los oídos"
(II Tim. 4, 3) puede dormir tranquilo; nadie le molesta;
es un orador famoso. Tal es lo que está tremendamente
anunciado para los últimos tiempos, los nuestros
(I Tim. 4, 1 ss.; II Tim. 3, 1 ss.; II Pedr. 3, 3 s.; Judas
18; Mt. 24, 11).
Jesús nos previene amorosamente,
como Buen Pastor, para que nos guardemos de tales falsos
profetas y falsos pastores, advirtiéndonos que los
conoceremos por sus frutos (Mt. 7, 16). Para ello los desenmascara
en el almuerzo del fariseo (Lc. 11, 37-54) y en el gran
discurso del Templo (Mt. 23), y señala como su característica
la hipocresía (Lc. 12, 1), esto es, que se presentarán
no como revolucionarios antirreligiosos, sino como "lobos
con piel de oveja" (Mt. 7, 15). Su sello será
el aplauso con que serán recibidos (Lc. 6, 26), así
como la persecución será el sello de los profetas
verdaderos (ibid. 22 ss.).
En general los profetas preferían
el lenguaje poético. Los vaticinios propiamente dichos
son, por regla general, poesía elevadísima,
y se puede suponer que, por lo menos algunos profetas los
promulgaban cantando para revestirlos de mayor solemnidad.
Se nota en ellos la forma característica de la poesía
hebrea, la coordinación sintáctica ("parallelismus
membrorum"), el ritmo, la división en estrofas.
Sólo en Jeremías, Ezequiel y Daniel se encuentran
considerables trozos de prosa, debido a los temas históricos
que tratan. El estilo poético no sólo ha proporcionado
a los videntes del Antiguo Testamento la facultad de expresarse
en imágenes rebosantes de esplendor y originalidad,
sino que también les ha merecido el lugar privilegiado
que disfrutan en la literatura mundial.
No es, pues, de extrañar
que su interpretación tropiece con oscuridades. Es
un hecho histórico que los escribas y doctores de
la Sinagoga, a pesar de conocer de memoria casi toda la
Escritura, no supieron explicarse las profecías mesiánicas,
ni menos aplicarlas a Jesús. Otro hecho, igualmente
relatado por los evangelistas, es la ceguedad de los mismos
discípulos del Señor ante las profecías.
¡Cuántas veces Jesús tuvo que explicárselas!
Lo vemos aún en los discípulos de Emaús,
a los cuales dice El, ya resucitado: "¡Oh necios
y tardos de corazón para creer todo lo que anunciaron
los profetas!" (Lc. 24, 25). "Y empezando por
Moisés, y discurriendo por todos los profetas, El
les interpretaba en todas las Escrituras los lugares que
hablaban de El" (Lc. 24, 27). Y aquí el Evangelista
nos agrega que esta lección de exégesis fue
tan íntima y ardorosa, que los discípulos
sentían abrasarse sus corazones (Lc. 24, 32).
Las oscuridades, propias de
las profecías, se aumentan por el gran número
de alusiones a personas, lugares, acontecimientos, usos
y costumbres desconocidos, y también por la falta
de precisión de los tiempos en que han de cumplirse
los vaticinios, que Dios quiso dejar en el arcano hasta
el tiempo conveniente (véase Jer. 30, 24; Is. 60,
22; Dan. 12, 4).
En lo tocante a las alusiones,
el exégeta dispone hoy día, como observa la
nueva Encíclica bíblica "Divino Afflante
Spiritu", de un conjunto muy vasto de conocimientos
recién adquiridos por las investigaciones y excavaciones,
respecto del antiguo mundo oriental, de manera que para
nosotros no es ya tan difícil comprender el modo
de pensar o de expresarse que tenían los profetas
de Israel.
Con todo, las profecías
están envueltas en el misterio, salvo las que ya
se han cumplido; y aun en éstas hay que advertir
que a veces abarcan dos o más sentidos. Así,
por ejemplo, el vaticinio de Jesucristo en Mt. 24, tiene
dos modos de cumplirse, siendo el primero (la destrucción
de Jerusalén) la figura del segundo (el fin del siglo).
Muchas profecías resultan puros enigmas, si el expositor
no se atiene a esta regla hermenéutica que le permite
ver en el cumplimiento de una profecía la figura
de un suceso futuro.
Sería, como decíamos
más arriba, erróneo, considerar a los profetas
sólo como portadores de predicciones referentes a
lo por venir; fueron en primer lugar misioneros de su propio
pueblo. Si Israel guardó su religión y fe
y se mantuvo firme en medio de un mundo idólatra,
no fue el mérito de la sinagoga oficial, sino de
los profetas, que a pesar de las persecuciones que padecieron
no desistieron de ser predicadores del Altísimo.
Nosotros que gozamos de la
luz del Evangelio, "edificados en Cristo sobre el fundamento
de los Apóstoles y los Profetas" (Ef. 2, 20),
no hemos de menospreciar a los voceros de Dios en el Antiguo
Testamento, ya que muchas profecías han de cumplirse
aún, y sobre todo porque S. Pablo nos dice expresamente:
"No queráis despreciar las profecías
(I Tes. 5, 20). En la primera Carta a los Corintios, da
a la profecía un lugar privilegiado, diciendo: "Codiciad
los dones espirituales, mayormente el de la profecía"
(I Cor. 14, 1); pues "el que hace oficio de profeta,
habla con los hombres para edificarlos y para consolarlos" (I Cor. 14, 3).
No hay comentarios:
Publicar un comentario